"La carretera sólo mide los cinco metros iluminados por los faros de mi coche. Llevo conduciendo durante una hora, pero siento que no son mis manos las que están al volante. A las afueras del pueblo todo ha cambiado drásticamente.
Me gusta conducir agotado porque alrededor tuya todo cambia, y es cuestión de unas milésimas de segundo que te vayas al otro barrio. Eso sí es estar al borde de toda la puta
pantomima de vida que nos rodea.
Llego. Voy más lento. Es de noche y al fondo, recortados en el cielo, se distinguen los campanarios de las iglesias; se ven bien porque están ardiendo. Y las llamas son como las melenas incendiadas de mujeres que murieron en la hoguera sin cometer pecado alguno.
Miserias.
Reduzco. Voy más lento.
A la izquierda unos críos ríen y corren haciendo volar unas cometas blancas de las que cuelgan unos hilos rectos. Las cometas mutan en dragones que lanzan llamaradas hacia el suelo, las cabezas de los niños estallan, se paran y sus cuerpos decapitados me dicen adiós con un leve movimiento de mano.
Sigo conduciendo, más lento. Más cerca del pueblo.
Y en mitad del charco inmenso que forma la bahía se levanta una ola gigantesca, ciclópea, que si rompiese en ese mismo momento se tragaría al pueblo entero. Pero está parada como si fuera un reloj muerto, amenazante... aunque las aguas siguen fluyendo desde su cresta a los pies, quedándose atrapadas en la orilla de tus sueños.
Entro en el pueblo.
Gente sin cabeza espera a un autobús sin parada.
Los árboles marchitan sus hojas en corazones sanguinolentos.
Y las calles cambian de nombre y de dirección... según les dictan los susurros que les sopla el viento.
Una bandada de libros abiertos vuelan rasos a un palmo del suelo, baten sus tapas y alzan sus mejores cuentos para escapar a un mundo donde el amor sea tan solo un centímetro cuadrado de tu piel, desgastada por mis besos.
Llego al centro del pueblo, salgo del coche y levanto la vista a los campanarios que arden, las campanas redoblan en fuegos, y con cada redoble un recién nacido surge de ellas y cae desde las torres, lloran durante el corto trayecto y mueren al golpear el suelo.
Y una anciana de ojos negros mira a las campanas, se echa las manos a la cabeza y me grita:
- ¡Míralas, míralas... están pariendo!.
Y el asfalto se va llenando de recién nacidos muertos, que nunca sabrán de qué color son las olas que fueron del mar... o las nubes que surcaron los cielos.
"-.-
Sigo hablando de "El Hombre Sin Tildes"... aquí