Joachim Raff - Suite n.7 in d for Piano op 204
Arrastrado sin piedad por uno de esos desgarros de imaginación calenturienta que suelo sufrir mientras conduzco... imaginé que el fin del mundo se aproximaba y, de la forma más natural y coherente, antes de que la muerte me llevase en volandas, había decidido que me despediría de esta vida charlando con personas a las que ya no veo. Sonaba razonable, a los familiares y amigos ya los vemos a diario. De modo que, para evitarnos el sufrimiento y la desesperación de verlos morir a nuestro lado... ¿por qué no hacer algo que echas de menos desde hace décadas hasta el momento de tu muerte?
Así que si nos sobreviniese el día fatídico, un par de horas antes del fin del mundo caminaría por la calle Real hasta la puerta del colegio. Ya no está la cancela, ni Víctor, el conserje, ni Luis despachando esas caracolas de crema y chocolate tras la barra de la cantina. Pero aquel rincón del patio de arena aún permanecería. Yo caminaría hasta él y sacaría mi bolsa de canicas para comenzar la partida. El hoyo continuaría en su sitio... si hasta creo que estaba ahí desde los años en que mi padre corría por el patio en pantalones cortos.
―¿Qué pasa, tío?
―Hola, tú eres el Losada ¿verdad? ―le pondría el artículo delante, porque de pequeños siempre le poníamos el artículo delante a nuestros apellidos: El Castaño, el Tenorio, el Gómez...
―Sí, ya ves, pero más viejo y estropeado. Tú eres AdR ¿no?
Yo asentiría.
―Bueno, pues vamos a comenzar tú y yo mientras llegan los demás ―diría sacando una de sus canicas y trazando una línea recta con un palo en la arena.
―Tiene huevos la cosa ¿eh?
―¿Qué es lo que tiene huevos? ¡Mira, por allí viene el Indalecio!
―Ah, sí, ése es. Seguro que trae su bolo de acero ―porque allí a las canicas siempre las hemos llamado bolos, jugar a los bolos, pensaría mientras me colocaba tras la línea y tiraba el mío hacia el hoyo―. Qué cabrón, cómo se cascaba los de cristal con el de acero... Mi padre me los traía del dique, seguro que a él también. Tu turno.
―Anda, el Losada ―diría al llegar y vernos.
―Hola.
―¡Coño! AdR.
―Ya te has traído los de acero ¿no?
―Los años ―diría sacando las bolas para mostrárnoslas ―que no me han cambiado.
―Bueno, un poquito de barriga sí que tienes ¿no? ―diría el Losada mientras tiraba su bolo para que cayera lo más cerca posible del hoyo.
―Cabrón ―exclamaría el Inda mientras tiraba su bolo de acero.
―Oye ¿va a venir el Lara? ¿Os acordáis del Lara?
Y ellos se mirarían, graves, ante mi pregunta.
―Creo que no va a poder venir... ya sabes... ―me diría el Inda.
―Joder, qué mierda. En fin ―diría yo mientras me agachaba ante el hoyo―, el mío es el que ha caído más cerca del agujero, así que me toca.
―¿Os acordáis cuando el Boogie le mandó al Castaño dar cinco vueltas al campo de fútbol por no esforzarse en clase de gimnasia?
―Sí, sí... cuando iba por la tercera ya no podía más.
―El tío era una montaña, si cuando jugábamos en plan bestia... ni entre cinco conseguíamos tambalearle. Daba dos manotazos y nos lanzaba a tomar por culo dos metros.
―Ya, pero dos vueltas al campo le dejaban fuera de juego.
―Sí, sí... aquella vez alguien, no recuerdo quién, empezó a gritar dándole ánimos cuando iba por la tercera vuelta. Luego nos unimos todos, le jaleamos y acabó las cinco a lo Rocky.
―Verdad.
―Y fuimos todos a abrazarle.
El Indalecio irrumpiría con esa risa tan estridente y contagiosa que aún conservaría y luego dejaría caer:
―Lo recuerdo, desapareció debajo de nosotros.
―Y se puso rojo y no dejaba de gritar: «Me ahogo, cabrones, me ahogo...»
Entonces reiríamos y no pararíamos hasta que nos secásemos las lágrimas, y cada uno sabría el por qué las habría vertido, y no sentiríamos la necesidad de tener que aclarárselo a los demás.
―Creo que los que faltan no van a venir ―diría el Losada mirando a la puerta del colegio.
―No les habrá dado tiempo.
―Parece que el cielo se está empezando a ennegrecer. Creo que el final está cerca ―diría yo mirando la bóveda cenicienta y creciente.
―Sí, eso parece. Ya viene.
―Bueno, caballeros. Estuvo bien.
―Sí ―diría uno mirando al cielo.
―Oye, AdR, antes... dijiste algo así como que «tiene cojones la cosa».
―Sí.
―¿A qué te referías, tío?
―Ah, a esto, a que sea el fin del mundo, justo ahora, el año en que nos íbamos a encontrar todos por el vigésimo quinto aniversario de nuestra promoción. Nos iban a condecorar en el teatro ¿no?
―Sí, este año era. En abril.
Pero yo habría mentido, porque en verdad no hubiera estado pensando en aquello, sino en ti. Sí, en ti, como pienso cada vez que me acuesto en mi cama. «Tiene cojones la cosa», que ahora que empezábamos a estar bien se acerque este puto fin del mundo.
―Creo que es mi turno ―diría el Inda rescatándome de mi ensoñación―, aún queda tiempo para una tirada.
―No seas cabrón, no tires muy fuerte con eso que acabas cascándolos ―y así terminaríamos, agachados los tres, en torno al hoyo, atentos al juego, hasta que la nube gris de ceniza nos hiciera desaparecer o petrificar en cuclillas en aquel patio de arena.
Esto nos pasa a los que nos da por escribir, que en realidad no escribimos, sólo estamos locos, sólo imaginamos escenas como esta mientras conducimos un jueves cualquiera, de vuelta a casa.