... Y la chica regresaba al bosque a oír historias, a veces nevaba, a veces llovía, y en aquellas tardes sus ojos se volvían de un gris tan claro que en ocasiones parecían blancos.

-Piedra y la chica de ojos azules-

Carta al Corazón

fuente de foto (captura vídeo 8mm): AdR

Tío J., sé que aunque te entregue esta carta jamás la leerías como todos la podemos leer. Pero no me cabe duda de una cosa: me darías las gracias con un abrazo de oso acompañado de uno de tus besos. Porque esa es tu forma de agradecer las cosas. Es que... ya lo sabemos todos, no puedes usar las palabras; no puedes leerlas, ni tampoco pronunciar con tu musicalidad escondida sus sonidos melódicos. Porque desde tu nacimiento ocurrió así. Elegiste sin querer nacer sin voz y sin oído, pero yo creo que, para compensar esa insignificante falta, viniste al mundo con un corazón más grande.

No tuviste tiempo tan siquiera para aprender el significado de ese extraño lenguaje de signos. Miento, tuviste tiempo, pero preferías regalárnoslo. Así que inventaste el tuyo propio, tu propio lenguaje, leyendo en nuestros labios con tu cariño y tu ternura. Que no nos faltase de nada, ni una de tus risas en la playa.

¿Te acuerdas? Tú me enseñaste a nadar entre aguas turbulentas. Y cuando lo cuento todos preguntan sorprendidos:

- ¿Tu tío J.? ¿El sordomudo?.

Y yo les digo que sí. Que tú me enseñaste a permanecer a flote. Lo recuerdo tan nítido y cercano que cuando me tumbo bocabajo todavía siento la palma de tu mano sosteniendo mi vientre y llevándome hacia adelante, siempre hacia adelante por la superficie para que moviera mis brazos y avanzara por el agua de nuestro océano, sin miedos.

¿Recuerdas la primera vez que fuimos a la playa en bicicleta? A mi madre le daba miedo que fuera contigo. Tú me acababas de enseñar a montar en mi nueva bici y el trayecto hasta la playa era un poco largo, con algunas cuestas de carretera y con algún coche pasando junto a nosotros. Y me dejabas pedalear delante de ti, para no perderme de vista, y yo a mi ritmo, y a mí me daba miedo porque tú no podías oír a los coches acercándose. Pero jamás perdiste mi rueda y mis dubitativas manos sobre el manillar tembloroso.

¿Sabes con qué momento me quedo? Con aquel en que pude avanzar por primera vez más de diez metros a pedaladas limpias y fuertes. Tú corrías detrás de mí, sosteniendo con tu mano mi sillín, entonces me soltaste y me vi pedaleando en solitario, casi volando, y miré atrás un segundo para verte y tu mano permanecía con ese gesto congelado, la palma hacia arriba, como cuando me enseñabas a nadar.

Me quedo con eso tío J., con ese surco invisible en el aire que siempre nos ha unido.

Mira, no voy a leer más esta carta. El día en que me faltes quiero poner estas palabras en el mejor papel que encuentre. Lo lacraré y lo meteré con nuestras risas en el bolsillo de tu último traje. Así la podrás leer cuando quieras como tú solo sabes. Como tú me enseñaste a leer, con el corazón.

Mentiras

El otro día me puse a releer Scriptoria desde el principio. ¿Que por qué? pues porque quería comprobar si se veía una evolución o me mantenía fiel a los temas de los que me propuse escribir desde el inicio.

Y resulta que he mentido como un bellaco.

Dije que no iba a escribir ni un solo relato, que en este blog no hablaría de mí, que era para discutir sobre escritura, sobre el proceso de creación de una novela o de los relatos que he escrito, para liberar las hieles de mi frustración y denunciar la de otros escritores...

Todo mentira... sucia y sarnosa.

Al final Scriptoria es un baúl enorme con los cantos desgastados de tanto moverse de un lado a otro (como su dueño)... y la tapa medio suelta, una caja hecha a mano, de madera y sin cerradura donde voy metiendo recuerdos, vivencias, sentires y cantares juntandopalabras. Todo eso es así de cierto. Y lo hago, y evoluciono mintiendo, porque he descubierto que lo necesito. Me podría guardar para mí los últimos relatos, pero entonces no sería yo. Y quiero serlo... y volcarlo en Scriptoria.

Soy un mentiroso, un ruín. No hago lo que me propuse en un principio.

Mi frustración va a menos (he tachado la palabra en el título del blog), aunque mi proyecto de novela siga en barbecho, aunque no sepa si alguna vez verá la luz de una editorial, este fin de semana no tenía pensado continuarla. Tenía otros planes, pero finalmente los voy a posponer y me voy a quedar en casa, encerrado en mis escritos, revolviendo en el baúl, porque quiero continuar dándole la vida a Amadeo y que pueda seguir viendo esperanzas y sueños donde antes no los había, o no podía sentir que existían.

Así que colgaré de la puerta un cartel que rece: "Silencio... mentiroso frustrado junta palabras".

Pero puedes llamar cuando quieras. Porque sigo aquí.

Miento para Scriptoria. Y es que, dejando a un lado la modestia y la frustración... y leyendo los posts de este año... todos me han parecido un resultado de la Mentira tan necesario y primoroso... ¿verdad?

foto de aquí

Un Cuento Regalado y Maravilloso

En el metro se oyen historias de todo tipo, pero pocas tan deliciosas como esta que me regaló un pequeño escritor de unos seis años:

- Hijo, no muevas tanto el globo que le vas a dar a este muchacho.
- No es un globo, mamá... Es un gusano-globo.
- Ah, sí. Tienes toda la razón.
- Es un gusano que vino de El País de los Gusanos Quemados.
- ¿Quemados?.
- Sí, porque es un País que arde en llamas. Y en ese País manda un gusano gigante de color rojo y negro al que le salen unos pinchos venenosos cuando grita.
- Ah, bueno, eso está bastante mal.
- Sí, mamá... pero algún día lloverá en el País de los Gusanos Quemados. Y el agua apagará el fuego. Y entonces a los gusanos les saldrán alas de colores... y podrán volar y escaparán a un país donde se viva mejor.
- Vamos, hijo... es nuestra parada.

Autopista Hacia El Cielo

Las primeras veces que bajaba a Cádiz en autobús, hace muchos años, me gustaba oír esta canción:



Empieza diciendo: Hay una doncella que asegura que todo lo que brilla es oro, y está comprando una autopista hacia el cielo.

Y para mí esa doncella es mi ciudad, que me compra el camino a mi casa cada vez que quiero. Aunque en la canción la doncella sea otra cosa. Pero para mí todo es lo que tú quieras que sea en cada momento.

Hacía tiempo que no bajaba en autobús a Cádiz. Y el viernes pasado lo hice solo, y volví a oir esa canción. Mis padres me estarían esperando en la parada y al bajarme mi madre me daría un abrazo y los besos que se ha guardado desde las últimas Navidades. El autobús llegó y no estaban. Es la primera vez que no llegaban a tiempo a esperarme. De modo que me quedé allí de pie, de noche, hasta que apareció el Renault de mi padre.

- ¿Conduces tú?
- No, papá, llévame tú.

Y al llegar me bajé con mi madre y él se quedó aparcando, los naranjos de la calle se balanceaban azotados por el viento, y en el portal del número 1 se arremolinaban unas bolsas y papeles; y un buen montón de arena de la playa cercana. Eso ocurre muchos días al año. Que el viento trae a tu puerta cosas que no quieres o no has pedido.

- Llevamos con este levante más de una semana. No para.

Y mientras subíamos ella me preguntó:

- ¿Quieres un platito de puchero? (allí le llamamos así a la sopa de fideos)

(Silencio)

- Hijo, he hecho puchero ¿quieres?.
- Ah, sí, mamá. Mi hermana se queda a dormir ¿verdad? Me tengo que ir al otro piso. Aquí no hay camas.
- Sí hay, nos hemos traído tu cama... esa que el somier hace tanto ruido. La hemos puesto en tu cuarto.

... Y una vez en la cocina yo me senté a la mesa a cenar mientras veía a mi madre recoger y hablarme de muchas cosas. Luego llegó mi hermana y nos dimos unos besos. Las dos se quedaron mirando cómo me acababa el plato, me miraron como si yo hubiera vuelto de un viaje de años.

Al entrar en mi cuarto vi la cama allí. Y mi madre y mi hermana la empezaron a vestir para mí con sábanas limpias y bien planchadas. Me quedé en la puerta viendo cómo se movían sus manos, guiadas por el ritmo y las caricias en el aire que sólo ellas saben darles.

- Seguro que no has traído pijama. Aquí tienes uno de tu padre. Está un poco viejo, pero al menos te abrigará.

Salieron. Me desnudé y me lo puse. Miré a mi alrededor y tuve esa sensación...
... que por mi cuarto no parecían haber pasado los últimos siete años... Y que volvía a estar en casa.

La Estrella Fugaz

¿Recordáis a la protagonista del post El Bostizo? Hoy quiero hablaros de la noche en que se fue.

foto de aquí

No miento cuando os digo que sólo he visto caer tres estrellas fugaces en mi vida. Una fue cuando disfrutaba de una caminata nocturna por el campo, otra durante una noche de verano, mirando por el ventanal de la terraza de la casa de mis padres mientras oía música, y la última fue el 4 de agosto de 2001, en la madrugada en que mi abuela se fue. Desde ese día he notado que miro al cielo bastante menos de lo que desearía. Hasta entonces nunca había visto la muerte tan de cerca. Es algo sobrecogedor, saber que una persona se va porque sí, porque es ley de vida, y no puedes hacer nada por evitarlo. Tan sólo estar ahí hasta el final.

Cuando ocurrió lo de mi abuelo no estuve presente para verle. Llegué cuando todo había acabado y él se encontraba tumbado en la cama, tapado con una sábana blanca a la luz de dos enormes velas. Quizás por eso con ella fue diferente. Aún así (y después de haber pasado cierto tiempo) os puedo asegurar que un halo de belleza rodea nuestro cuerpo cuando nos marchamos, lo comprobé cuando me quedé solo en el dormitorio, con ella. Más allá del dolor y la tristeza por la ausencia no podemos evitar una leve sonrisa interior cuando recordamos la grandeza de la persona que se ha ido, los detalles que hacían que cada momento transcurrido junto a ella fuese único, casi mágico; porque te escuchaba, te miraba y se dirigía a ti con una ilusión desbordante, como si hubiese nacido sólo para eso.

Mi abuela fue aferrándose a un hilo que le quedaba de vida, un hilo en forma de pequeños suspiros intermitentes entre el tiempo y el silencio de los presentes. Cuando exhaló el último de ellos le cambió la cara. Estaba más reluciente y guapa que nunca. Mi madre se acercó a mí y le hablé en un abrazo que no puedo poner en palabras. Eran las 3:40 de la madrugada, salí a llorar al paseo marítimo y al cabo de unos minutos vi la estrella caer... dejó un surco en la noche que duró algo más que el último de los suspiros de mi abuela.

Capítulo X extraído de El Mundo donde Vivo, 2004.

La Ciudad Scriptoria

foto: AdR

Desde mucho antes de la llegada del mes de Febrero a Cádiz la ciudad ya se ha convertido en un Escritorio gigantesco. Y las plumas que sueltan tinta bien pueden ser los nudillos carnavaleros repiqueteando ritmos sobre la barra de un bar, o una serie de ingeniosas ocurrencias entre risas, por ejemplo.

No se puede ver... pero el sentir de la gente se puede respirar por los barrios y calles más antiguos de la ciudad. Si paseas por ellas puedes llegar a tener la suerte de oír los ecos de alguna cantinela, algún cuplé o pasodoble que, rebotando entre paredes, se escapan de un celoso ensayo a puerta cerrada, que se cuela por las rendijas de una ventana entreabierta y sale a la calle, huyendo, buscando volar y sentarse en una roca al borde del océano para respirar la espuma y la sal que tanto se añora cuando se está lejos.

Creo que no hace falta aclarar que para mí el Carnaval es una orgía de las palabras, un vericueto de cientos de historias encerradas en una frase, y notas musicales volando. Más allá de los disfraces, las risas, la comida y la bebida en esos días; más allá incluso de cantarle a los detalles de una ciudad que sólo los de allí comprendemos está el sentir universal que se vuelca en casi todas las letras.

Yo no entiendo de pasodobles, ni cuplés, ni cuartetas, ni nada de eso. Bueno, entiendo algo... pero cuando me pongo a escribir no puedo limitarme a una medida (de ahí parte de mi frustración); me dejo llevar por lo que voy sintiendo, y si no rima o no es musical no me importa. Espero que a vosotros tampoco.

Esta es la canción (sin orden ni medida) que me salió para el Concurso al que me inscribí en este post:

foto de aquí

Canción de Cuna a mi Barca

Es en estas últimas horitas, mi niña,
cuando más vivo tengo tu recuerdo,
y vuelven a deambular por la cabeza de este viejo marinero
nuestras salidas al despuntar de un remo.

No quiero irme sin cantarte al oído,
que añoro mis caricias en tu bello cuerpo,
remendado por las conchas de mi mar,
por mis seguidillas y cantinelas,
y algunos erizos presos.

Viejecita varada,
ven a dejarme en mi cama el ulular de tus besos,
y llévame a pescar en tu cuna de algas, como antaño, mar adentro.
Tú sobreviviendo a la sal marinera, yo... yo a un hijo muerto.

Ven conmigo, espérame, preciosa mía,
que yo te hago un collar de tequieros con lo que me quede de tiempo.
Y perdona a este pobre viejo...
que no podrá ir más a verte, en el atardecer de tus sueños.

¡Qué solita te has quedao, mi sirena!,
allí tumbada en la playa, escamada en mi recuerdo.

Ya termino esta carta, mi vida,
no sin antes decirte llorando
que tu poeta se va esta noche estrellada.

Que quiero que vuelvas prontito a mi puerta
y acaricies mis manos de niño travieso,
que, míralas... son las mismas...
las mismas que pintaron de blanco tu cuerpo con besos.

Epistolario de la Amistad

Ya conté hace tiempo cómo creo que me convertí en escritor y en cada post que publico voy contando qué me hace ser un escritor frustrado (aunque muchos no lo creáis así)... pero ahora quiero contaros qué es lo que me hizo mejorar como escritor.

Bueno... no qué, sino quién. Porque se trata de mi amiga A.

Para que veáis que todo está conectado A. es la misma amiga que no pudo saludar al escriba sentado del Louvre cuando fue a París; y la misma que trabajó hace años en la Cripta de San Antolín de la Catedral de Palencia que yo visité hace poco.
foto de aquí

A. guarda un número indeterminado de cartas (muchas, muchísimas) de mi puño y letra en un cajón de su dormitorio, un número del que perdí la cuenta pero ella sí conoce porque las enumeraba en cada sobre.

A. y yo forjamos nuestra amistad a base de soltar tinta negra de las plumas de nuestras vidas sobre folios blancos que luego nos enviábamos, el uno al otro, desde más de seiscientos kilómetros de distancia. Esa era nuestra única vía de contacto. Ni una sola llamada telefónica, era nuestra exquisita norma. Sólo misivas. Cada carta enviada era un trozo de nuestra vida, un diario... un pedacito de cada uno con un sello, una fecha sin caducidad y muchos besos al final, detrás de nuestros miedos y sueños.

El año pasado estuve cenando en su casa y quiso enseñarme su cajón con mis cartas. Yo me negué, me dio vértigo asomarme a la cantidad de historias y recuerdos de los que me había desprendido. Sencillamente porque ya no eran míos, son de ella.

A mi amiga A. le debo muchas cosas, tantas que tendría que abrir otro blog para contarlas, y una de ellas es hacerme mejorar como persona en todos los aspectos, incluido en esto del arte y oficio de escribir y enlazar historias.