- Venga, niño, arranca que no podemos llegar tarde.
- Tía L., ponte el cinturón.
- Ah, claro, es para que no te multen ¿no?
- La madre que te trajo, niño. A mí no me corras que te arrío ¿eh?.
Mi tía: Mira a tu tío... la madre que lo parió, míralo, allí va él.
Mi prima: Me parto. AdR, cógelo por cámara.
Yo: Sí, sí... pero ¿Por qué dicen izquierda derecha y nadie se mueve? No lo entiendo.
Y luego para dentro, unas mesas con abundante comida y bebida.
- Tía L., no te preocupes, venga, va... ahora que no mira nadie... saca el tupper, el jamón está de vicio.
Ya de vuelta cruzamos en mi coche el puente de Cádiz y mi tío me contaba que él había trabajado desde pequeño en lo que se veía a la derecha de la carretera.
- Así es - decía mi tía L.-, allí trabajó tu tío. Él nunca ha tenido nada, hijo. No le bautizaron, no fue a la escuela, no pudo hacer la primera comunión... toda su vida trabajando. Toda.
Y yo le miraba y él asomando una sonrisa por sus labios, con su diploma en la mano y el pisacorbata que le habían regalado luciendo al frente. Me imaginé a mi tío trabajando en las salinas de El Trocadero. Desde temprano, desde pequeño. La sal y la luz pegadas a su piel. Y él en mitad de una nube de gaviotas y cormoranes y de los flamencos de cuellos bailarines y altos.
Bajé la ventanilla para que el viento de El Trocadero alborotase nuestras cabezas y sonreí en lugar de perder una lágrima.
- ¡Salinero! Cuádrese. Salude... Descanse. Rompa filas.