... Y la chica regresaba al bosque a oír historias, a veces nevaba, a veces llovía, y en aquellas tardes sus ojos se volvían de un gris tan claro que en ocasiones parecían blancos.

-Piedra y la chica de ojos azules-

La Niña de la Isla llamada Nunca Invierno



(Lee este cuento corto de Navidad mientras escuchas la voz de Paula Gómez en su 'In a moment')

Cuenta la leyenda que existía una isla llamada Nunca Invierno, donde el sol brillaba alto día tras día y las playas calurosas gobernaban, una estación tras otra, un año tras otro. Y así acontecía en el resto del planeta.

Cuenta la leyenda que los niños jugaban en los campos y en la arena, al son del acunar del viento entre las ramas de las palmeras y a la sombra de los sauces viejos.

Cuentan esos niños, ahora ya ancianos de la isla, que hace muchos años una de las niñas deseó Navidades sobre las playas. Y una mañana, al caer Diciembre, las olas cristalizaron en hielo y escarcha, el viento se vistió de norte riguroso, las aves emigraron y de unas nubes bajas descendieron bolas rojas con las que los habitantes adornaron el gran ombú que crecía en el centro.

Y así lo deseaba la niña, año tras año, Navidad al caer Diciembre sobre la isla. Y así ocurría.

Una leyenda venidera contará una nueva historia, la de aquella niña, ahora anciana, en su lecho de muerte, después de haber vivido Veranos e Inviernos, Amores y Destierros... Deseando ahora ese baile de estaciones y sentimientos para el resto del planeta.

Y acabará narrando la leyenda venidera que así quedaría establecido para todos...
... al expirar ella su último aliento.

*foto de aquí

Sabes lo que Me Gusta


Sabes de sobra que me encanta el ajedrez. A ti no tanto, lo sé. Recuerdo cada una de las veces que te importuné para que jugaras aquellas partidas conmigo. Veces en las que te engatusaba edulcorando lascivamente las frases que describían lo que te haría después, para que tú, mi blanca reina en el tablero (y fuera de él), te sentaras frente a mí antes de la partida, resignada, cruzando las piernas sobre ese vestido corto, como de seda.

Perdóname, como de seda tus piernas, el vestido no sé. Al vestido no le presté la más mínima atención. Eso pasa a menudo, que cuando tus piernas hablan las telas se baten en retirada.

He comprado un juego nuevo. No te alarmes, en este seguiré siendo un peón a tus órdenes. Hace frío, el tipo de frío que hace crujir la piel como una fina capa de hielo cuando entra en contacto con el agua caliente. Hace frío, pero yo tengo que cumplir los preceptos de la tirada de dados. De modo que ven aquí, entra en el baño, siéntate, y déjame acariciar tus bragas, esta vez...

... tú serás la piel helada, y mi lengua el agua caliente que la destruya.
*foto de aquí

Coda


coda.
(Del it. coda, cola).
1. f. Métr. Conjunto de versos que se añaden como remate a ciertos poemas.
2. f. Mús. Adición brillante al período final de una pieza de música.
3. f. Mús. Repetición final de una pieza bailable.

―Corre, dime qué le quito y qué le pongo ―dijo ella.
―¿Cómo?
―Tengo prisa, todavía debo ir a por el pan. Es un poema que he escrito y no me termina de convencer. Es distinto a todo lo que he escrito hasta ahora ¿Qué le quito y qué le puedo poner?

Él lo leyó.

―Yo no soy nadie para tocar lo que escribes.
―No, pero... A ver, algo habrá.
―Está como todo lo que escribes, para devorarlo ―expuso él sonriendo.
―Anda que...
―Vale, deja un espacio e incluye una coda ―sugirió.
―¿Qué versos?

Él escribió sobre el trozo de papel y ella leyó:
Pero por una vez
seguiré el orden inverso
De las cenizas al fuego
del fuego al recuerdo
Ahora tengo en mi mano
esa bella contradicción de la naturaleza
No olvido
No dejo
Sólo acierto
a querer caminar contigo
de nuevo
Matando inviernos
Sólo quiero aspirar
a cumplir mi condena
comiendo de tus besos

―Bien, ¿algo más? ―preguntó ella.
―Sí, cuando vuelvas de comprar el pan no lo sueltes, y desnúdate en la entrada.

*foto de aquí.

en suspenso


(Pulsa aquí y escucha Je Te Veux, compuesta por Erik Satie, mientras vuelves a esta página y me lees)

Volví a bajar por la Cuesta de las Calesas en una de esas veces en que el cielo parece un gigantesco manto blanco, opresor. Me ahoga un cielo así, cubierto por una sola nube plana e infinita, me ahoga como una ecuación que me es imposible de resolver, porque no hago otra cosa que alzar la vista hacia esa maldita planicie, buscando un islote del celeste habitual, una rendija por donde lograr escapar de mí.

Bajaba por la Cuesta de las Calesas y olía al Cristo de los Inciensos. Ahora, en pleno noviembre, aconteció para mí una segunda estación de penitencia cuyos golpes de fusta eran los recuerdos en color de cada una de tus miradas, tonos de blues que se volvían sopranos a cada golpe.

"¿Escribes?" rezaba el título del cuaderno de las páginas en blanco. "" contesté, solo, un día antes, en mitad de todas aquellas mesas vacías. Y entre blancos me ahogaba, el del papel y el del cielo cubierto. Como aquel escritor que entró en coma, quedé suspendido. Solo que yo no permanecí ante una mesa, a mitad de camino de la cuesta comencé a elevarme lentamente, levitando, en proceso de descongelación, como un divorcio que se alarga un año tras otro por culpa de la burocracia, o porque uno de los dos aún ama al otro.

Y ascendí, envuelto en el incienso que tanto aborrezco, en busca de una isla celeste, lacerado por el color de tus ojos de blues, como un cristo sin sexo, y en las hojas en blanco de aquel cuaderno quedó un sólo "" de mis labios, impreso.

Un que se repetía en mi ascenso. Sí, sí, sí, sí, sí, sí...

*foto: AdR.

Receta Alcohólica de Azúcar Glas sobre tu Boca



Han pasado varias horas desde que te comiste aquel trozo de tarta. He conducido con él hasta aquí para verlo, para ver cómo tu boca se precitaba sobre él y tus labios quedaban manchados de azúcar glas en mitad del proceso. Ya había conducido otras veces, pero tú no estabas. Ya había atravesado la pasarela y el puente, y superado decenas de controles de alcoholemia. Con tantos 0,0 me hice tan amigo del agente de tráfico que, ya por último, yo le ofrecía unas rayas y él las declinaba amablemente.

Guardo cada una de las boquillas de esas pruebas en un tarro de cristal que compré en Ikea. Va a quedar muy bien sobre el aparador de la entrada. Así, al verlo, recordaré al llegar a casa cada uno de los trayectos nocturnos que hice para intentar verte.

Sólo unas pocas veces llegué a coincidir contigo, en el resto tus trozos de tarta se lo comieron las ratas, o las gaviotas, no me quedé para verlo.

Yo ya no te pido nada, yo voy a seguir bebiendo y engañando al puñetero aparato, pasando controles de alcoholemia con trozos de tarta mudos en el asiento del copiloto pero...
... Yo a lo único que quiero que me contestes cuando nos veamos de nuevo es a si te vas a llevar otra vez esa boca antes de poder besarla.

*foto de aquí

Como una Leve Inclinación en la Mañana de Este Viernes


Como un giro de camino a la izquierda ellos tuercen matutinos, preguntan si alguien ha visto a sus chicas, quieren saber cómo iban vestidas. Como yo, necesito saber cómo vas vestida, todos los detalles absolutos de las prendas que llevas y que te pusiste esta mañana.

Porque a mí me gustan los absolutos rotundos, porque no es lo mismo que me escribas y me digas que tu falda lleva un lazo que fotografiarme el vuelo de la tela sobre el filo de tus muslos, igual que no es lo mismo besarte en la boca que besarte la boca, que es justo el pecado que quiero cometerte.

Como una leve inclinación en la mañana de este viernes voy a descender a tus infiernos, a comenzar a celebrarte este día por debajo.

Sin Tinta ni Papel

 

Seis años después he vuelto a la escalinata de piedra, donde el viento que sube de la playa sopla con más fuerza, donde solía sentarme a escribir, a esperar en vano a que apareciera Samuel, como aquella primera vez.

Seis años después he vuelto a la escalinata de mi pueblo y la he contemplado como un nuevo punto de partida, no como la conclusión de algo que olvidé. Soy más viejo pero me siento más liviano, a pesar de no ser el mismo, llevo cosas tuyas conmigo. Esta vez no llevaba papel donde escribir. Seré escritor, o no, quizás ya no necesite de tinta y papel, quizás mi caso sea uno nuevo, sin tintas, uno inédito, como el mundo que construiría para poder besarte.

Últimamente me decanto mucho por construir mundos. Será porque el real me es insuficiente para volver a verte.

No volví a ver a Samuel, tampoco a ti. Has sido como él, como un personaje de novela que olvidé en un cajón, y debes estar ahí, en toda tu esencia, a la espera de que te saque, te mime, te encuaderne en un recuerdo... y vuelva a leerte, a palparte y a acariciar la piel de tus páginas hasta que mis lágrimas toquen tus bordes, hasta que me remuevas las entrañas. Yo sería sólo tu lector porque, ahora que sé verlo, creo que jamás supe escribirte como te merecías.

Seis años después mis personajes saben que tu recuerdo reciente tiene más fuerza que cualquiera de las historias que escribí para ellos. Quede con ellos mi tinta sobre el papel, quede en nuestro recuerdo mis labios sobre los tuyos, porque esa es la única forma que conozco de escribirte.

*foto de aquí

No Amanecen Los Días Igual


(Hacía tiempo que no ponía un poco de música por aquí. Como hay problemas con la inserción de reproductores lo tengo que hacer así: Pulsa aquí y escucha a The Skyliners con su Since I don´t Have You mientras vuelves a esta página y lees...)

No amanece igual desde la noche que taconeaste acera abajo a mi encuentro, veinte minutos tarde de la hora fijada. Eso duró el mundo que creé alrededor de mi coche y al que empecé a hilar dudas y recuerdos. Cuando te plantaste delante de mí con tus dos besos el ovillo de ese mundo se fundió en un silencio oscuro.

Había mucho de que hablar pero poco que decir.

Y en las horas que nos miramos la luz del restaurante donde cenamos me parecía distinta, como más cálida de lo habitual, como si la translucidez de los haces cobrasen algo de la solidez de mi carne y yo soñara que fuesen mis manos enmarcando tu rostro.

Y ahí me quedé, en un amago tonto de beso de despedida, en un tropiezo de adolescente. Y ahí estabas tú de nuevo, rodeada por otro mundo, otro que yo había formado, esta vez con el tiempo que había pasado desde el primer día en que nos conocimos hasta este instante justo, y que aglutinaba todas las cosas que, por miedo, me había guardado.

Esta vez no voy a desaparecer, porque no me amanecen los días igual desde la última vez que me despedí de ti.

*foto: Marquesina en Cádiz (Acción Poética).

La Princesa de Nata en el Caserón Helado de Chocolate (V)


(Ésta es la última parte de este cuento infantil.
Antes de seguir leyendo puedes leer las cuatro primeras partes aquí:
Una, Dos, Tres y Cuatro)

El crujir de las barritas de Kit Kat de los jueces dio paso al avance de los gigantescos muñecos de Yogur Helado hacia la muralla, y del lado del reino llovieron piruletas de corazones calientes, que nada pudieron hacer para detener ese avance. Fueron contrarrestadas por los helados de cucuruchos y barquillos que lanzaban pingüinos y morsas.

Y al chocar en el aire piruletas y otros caramelos con helados de todo tipo los jueces se ponían de pie y gritaban: sweet, tasty, divine y otras consignas de guerra ante el fragor de la batalla y el miedo de la población, que veía cómo los muñecos de Yogur Helado se abrían paso por la muralla de chicle mojada y semiderruida.

Pronto incluso los soldados de la Guardia Real de Chocolate Envuelta en Papel Dorado retrocedieron ante el furioso y helado avance de tropas de la Princesa de Nata que, Báculo en mano, seguía ordenando el lanzamiento de helados y toppings.

Una vez llegaron a la plaza principal cientos de ositos Haribo, de los colores más extraños que puedes llegar a imaginar en tus sueños, fueron engullidos por riadas de helados, pero ni los ositos ni los soldados morían, no, sino que una vez empapados por el helado ellos mismos se relamían y daban buena cuenta de lo gratificante que era el novedoso sabor que en su piel de gominola y chocolate les había dejado la nata y la vainilla.

La Princesa de Nata comenzó a subir las escaleras que conducían al castillo, porque el rey, lejos de luchar en primera fila en la batalla, se había recluido en la sala del trono de galleta. Y allí, temeroso, esperaba a su hija. La Bruja abrió las puertas con un hechizo de sorbete de lima y la niña se adentró en la oscuridad de la sala de chocolate negro.

- ¡Padre! -gritó iluminando la estancia con su armadura de Limón Helado Fulgurante- ¡Tu reino de gominola ha caído! ¡He venido a tomar lo que me corresponde!

Y a medida que avanzaba las paredes de la sala se iban recubriendo de nata. El rey permaneció en silencio, tan abrumado estaba por el ímpetu de su hija. Se levantó del trono, dejó caer su cetro y se apartó.

- Has vencido justamente. Fui vil contigo cuando no podías defenderte. La reina y yo merecemos castigo -dijo señalando a su esposa, que permanecía en silencio.
- El único castigo que os impongo es que seáis de la misma condición que la humilde gente de vuestro pueblo. Os despojo de vuestro aura de realeza endulzada. A partir de ahora gobernaré con helada calidez para todos por igual. ¡Queda establecido el primer día del primer año del primer invierno en este nuevo reino de Heladalia! ¡Y que dure cuanto sus ciudadanos lo deseen por votación! -exclamó tomando asiento en el trono.

Para entonces los habitantes del reino ya formaban un pasillo afuera y esperaban a que la comitiva de la marcha de la nueva Reina de Nata procesionara por las calles heladas y endulzadas. Al fin y al cabo atiborrarse una vez al año de helados... tampoco podía ser tan malo.

fin 

*foto de aquí

La Princesa de Nata en el Caserón Helado de Chocolate (IV)

(Ésta es la cuarta parte de este cuento.
Antes de seguir leyendo puedes recordar las otras aquí:
Una, Dos y Tres)

Era una mañana helada del recién llegado invierno cuando los dos soldados de la Guardia Real de Chocolate Envuelta en Papel Dorado escucharon una voz procedente del otro lado de las murallas de chicle.

-¡Solicito la presencia de los jueces para que sean testigos de una Dulce y Helada Batalla! ¡Mi ejército contra el ejército de mi padre! ¡El rey!

Los soldados se miraron confundidos, se asomaron desde las almenas y, aunque vieran a la Princesa enfundada en una extraordinaria armadura de Limón Helado Fulgurante, estallaron en chocolateada risa.

-¿Pero qué dices, niña de nata? ¿Con que ejército vas a combatir? -preguntó uno de los soldados.
-¡Con éste! -exclamó girándose y alzando un Báculo de Toffee y Nata.

Y de la espesura y la niebla que se extendía a sus espaldas comenzaron a surgir las unidades de su esplendoroso ejército. Cientos de pingüinos ayudaban a moverse a enormes muñecos de Yogur Helado con trozos de cookies, tiramisú y nueces caramelizadas. Las morsas cargaban a sus espaldas barquillos y bastones de galleta repletos de balas de piñones y pistachos congelados, y también había osos polares portando cañones de cucuruchos de helados de tutti fruti, vainillas, natas y toppings de frutas.

Los soldados de la guardia tocaron las trompetas de plástico rellenas de caramelos que anunciaban una batalla inminente y el pueblo del rey salió asustado a las calles empedradas de Lacasitos, preguntándose qué pasaría a continuación, pues en siglos nunca habían presenciado semejante evento. Los jueces acudieron a las murallas de chicle y allí pudieron comprobar cuán digno era el ejército que había reunido la Princesa de Nata y la Bruja de Stracciatella.

Entonces el rey bajó de su trono de galleta y chocolate y convocó a sus tropas, y esta vez sí se acercó a la muralla a ver a su hija.

- ¡Debes dejar el trono, padre! -gritó la Princesa al ver al rey-. ¡Es tiempo de que el helado atraviese las puertas de tu reino de caramelo! ¡Y yo, tu hija mayor de edad, ocupe el trono!
- Aunque vengas cargada de odiosa nata jamás atravesarás mis murallas de chicle, os quedaréis pegados a ella. Además, tengo un batallón de ositos Haribo dispuestos a descongelar a tu ejército.

Pero el rey ignoraba que la goma de mascar de la muralla, una vez mojada por el hielo, perdería su pegajosidad. Para entonces los jueces ya se habían postrado en unas sillas altas de regaliz y palotes. Una vez estuvo todo dispuesto dieron comienzo a la batalla mordiendo unas barritas de Kit Kat.

(en unos días... la última parte)

*foto de aquí

La Princesa de Nata en el Caserón Helado de Chocolate (III)


(Antes de comenzar... Lee las dos primeras partes de este cuento, primero aquí y luego aquí, después puedes seguir leyendo)

Tras el rechazo del rey la Princesa volvió al Caserón y allí la recibió la Bruja, la niña se llevó una sorpresa al verla, pues creía que se había recluido en la Cueva de Stracciatella para siempre. Pero la Bruja entendió que la Princesa de Nata sería rechazada por palacio cuando llegase la hora, aunque la había preparado para ese momento ella quiso estar en el Caserón para consolarla a su regreso. Porque, aunque nos sintamos preparados para superar ciertos momentos, puede resultar muy distinto cuando nos enfrentamos a ellos.

-No te preocupes, niña -dijo la Bruja-. Puedes quedarte a vivir aquí.
-No, nana. Mi padre lleva gobernando más de doscientos años. Ya basta, he decidido tomar su palacio.
-¿Estás segura? -preguntó la Bruja.
-Sí, tengo que prepararlo todo.

Luego se dio la vuelta, se quitó la ropa que llevaba puesta y de un armario sacó un vestido de crocanti, se lo enfundó y a continuación se ajustó una tiara de azúcar glas y un velo de chocolate blanco helado, salpicado de polvo de coco. Por último se calzó sus zapatos rojos de tacón de fresa a la hierbabuena y, tomando una varita de rama de vainilla, salió al camino, a recoger del bosque y de la nieve los elementos necesarios para preparar el asalto.

Y también se detuvo a hablar con unos amigos que vivían en la región más helada... 

Una vez recogió todos los ingredientes necesarios volvió al Caserón y junto a la Bruja se encerraron durante semanas en el laboratorio. Debían ser muy cuidadosas con el material, no se trataba de elaborar un sencillo helado de nata con distintos toppings y frutas, como sí había realizado multitud de veces en años anteriores, debía ser algo único, algo inolvidable, y mágico.

Al cabo de tres semanas ambas se dieron por satisfechas, el trabajo había finalizado, de modo que decidieron hacer pasar a sus amigos, pues ellos también formarían parte del asalto.

(continuará)

*foto de aquí.

La Princesa de Nata en el Caserón Helado de Chocolate (II)


(Antes de comenzar... Lee el inicio de este cuento aquí)

Y así sucedió, tal y como fue ordenado, pues tal era el miedo a la nata y al frío instaurado por el monarca, que la prohibición de salir de las murallas quedó establecida para todos los habitantes del reino. Sólo la Bruja de la Cueva de Stracciatella se encargaría de cuidar a la Princesa de Nata hasta que cumpliera los 9 años.

Y así ocurrió. Fue la bruja quien le enseñó los misterios de la vida fuera de palacio. A cultivar y extraer la savia de la vainilla y la nata, a decantar la nieve para helar las fresas y otras frutas, a no despreciar a ningún ser vivo.

Y la Princesa creció, y conforme lo hacía más avergonzada se sentía de pertenecer a la realeza. El día de su noveno cumpleaños sopló las velas de una tarta helada de trufa y le dio dos besos con sus labios morados a la que había sido su madre todo este tiempo: la Bruja, y ésta, al ver cumplido su trabajo, se sintió más que orgullosa de la Princesa y se retiró a su Cueva de Stracciatella. La Princesa entendió que había llegado el momento de volver a palacio. Caminó un día y una noche, al amanecer se plantó ante los dos soldados de la Guardia Real de Chocolate Envuelta en Papel Dorado y dijo:

-Soy la Princesa de Nata, la hija del rey. He cumplido 9 años.

Ambos soldados se miraron extrañados, no sabían el protocolo que debían seguir, sencillamente porque nadie les había indicado qué hacer, así de inútil era el régimen establecido. De modo que le ordenaron a la niña que esperase. Dos días con sus dos noches heladas tuvo que pasar a la intemperie la Princesa de Nata, hasta que la tercera mañana los soldados volvieron a aparecer, se asomaron entre las almenas de chicle de la muralla y el más alto dijo:

-El rey no quiere verte. Ha dictado Dulce Decreto por el que no debes acercarte a las murallas de chicle del reino bajo pena de permanecer eternamente pegada a la goma de mascar. Puedes volver al Caserón.

La Princesa dejó caer una lágrima de nata helada por su mejilla. Una sola, que vino a hundirse en la hierba. Luego, en silencio, se dio la vuelta y desapareció entre la espesura y la niebla.

(continuará)

*foto de aquí

La Princesa de Nata en el Caserón Helado de Chocolate (I)

 

Érase una vez un rey en su reino, sentado en su trono de galleta y chocolate, con su dulce reina de caramelo a su izquierda y el férreo cetro de gominolas, con el que gobernaba con benevolencia y tesón, en su mano derecha.

Desde el día en que se unieron en tan esponjoso matrimonio habían pasado años, décadas, incluso se libraron algunas guerras de bombones y batallas de pastelitos con reinos vecinos... Había pasado, tal vez, un siglo cuando el rey y la reina decidieron tener un hijo. El pueblo acogió con entusiasmo la decisión que se había dado tras los muros de palacio y lo celebraron en las calles con guirnaldas de palomitas y gigantescas piruletas de fresa.

Al cabo de unos meses un retoño vino al mundo. Y aunque todos esperaban un heredero sano y fuerte para que el linaje real tuviera continuidad... no fue un varón lo que nació aquella oscura noche de regaliz. Sino que la reina dio a luz a una niña helada de nata, menuda, de labios morados y con el pelo blanco como un dulce de leche.

La envolvieron en papel de azúcar y la metieron en una cuna de algodón y nubes. Cuando el monarca fue a verla la apuntó con su cetro y exclamó:

-¡Esta niña no es normal! ¡Es de nata! ¡Odio la nata!

Y por Real y Dulce Decreto mandó criarla alejada de la corte. Sería desterrada al otro lado de las murallas de chicle, al caserón helado de chocolate blanco y virutas de coco, hasta que cumpliese la mayoría de edad, que en aquel reino había quedado establecida en los 9 años.

(continuará)

*foto de aquí

Primera Lluvia


La niña del Árbol Negro (II)



 (Antes de seguir... lee el comienzo de este cuento aquí)

─Yo soy Julio, y estos son mis amigos.
─Lo sé, la niña muda y el niño enfermo ─dijo la niña del Árbol─. Os recuerdo.
─¿Estabas metida en el árbol? ─preguntó Pedro con su voz débil.
La niña no respondió y continuó cantando alrededor del árbol.

Al jardín de la alegría
Quiere mi madre que vaya
Por ver si me sale un novio
El más bonito de España.
Vamos los dos, los dos, los dos,
Vamos los dos, en compañía,
Vamos los dos, los dos, los dos,
Al jardín de la alegría

Y al acabar se detuvo ante Julio y dijo tomándole del brazo:
─Y te elijo... ¡A ti!
Lo que provocó que los otros dos niños se desplomasen cayendo al suelo.
─¿Qué ha pasado? ¿Qué les has hecho? ¿Están muertos?
─Sólo están durmiendo para siempre al pie del árbol.
─Pero... eran mis amigos.
─Eran niños enfermos, si no duermen ahora morirán en la guerra que viene. En los sueños la niña podrá hablar nada más nacer y al niño le crecerá pelo y esa enfermedad que tiene no se lo irá comiendo por dentro.
Ambos se miraron y a Julio le pareció que aquello era cierto, que ya parecía estar sucediendo todo dentro de un sueño.
─¿Dónde están los juguetes? ─preguntó la niña.
─Los hemos dejado en el camino.
─Vamos a recoger tu caballito de madera ─dijo ella iniciando el trayecto─. Pronto la niebla cubrirá esta llanura durante lustros y los sapos creerán ser los dueños de este reino.
─¿Y luego?
─Luego iremos a la otra linde del bosque, donde acaban los árboles hay un barranco, pasaremos allí la noche hasta que el sol salga de nuevo. El sol allí es como una bola de helado del naranja más intenso que hayas visto. Es un amanecer espléndido, como de cuento.
Julio sonrió olvidándose por momentos de su madre, de sus amigos y del resto de los habitantes del pueblo.
─Julio, tú serás mi novio. No temas por tus amigos, despertarán al otro lado, en una aldea donde el tiempo pasa tan despacio que los platos de sopa nunca se enfrían y la leña de las chimeneas arde durante décadas. Dame la mano.
─Quiero pensar que siempre hay algo detrás de todo esto ─dijo el niño tendiéndole su mano.
─Y yo, Julio. Y yo.

(En memoria de A. M. M., sin sus cuentos los míos nunca hubieran comenzado)

*foto de aquí.

La niña del Árbol Negro (I)


Era la hora de la cena, esa en que los últimos rayos de sol caen tan lánguidos como la tela de los vestidos de seda de Magdalena Baró, cuando los niños salieron de sus casas dejando a sus madres con sus prohibiciones colgadas de las bocas y los platos de sopa huérfanos. Habían decidido reunirse ante el Árbol Negro.

Julio fue el primero en abandonar su hogar, por el camino de las ardillas se le unió Alicia, sin un saludo, sin una palabra, era muda de nacimiento. Y al final del sendero, en la linde del bosque nuevo, esperaba Pedro, el niño enfermo, que tenía la cabeza tan lisa como un boliche de cristal, ni un solo pelo. Antes de entrar en el bosque soltaron sus juguetes favoritos, se dieron la mano y sin mirarse a los ojos cruzaron esa frontera exigua que separaba lo que era oscuridad de lo que era pueblo.

Caminaron entre los árboles de hojas verdes, cuidándose de no molestarles, hasta la llanura quemada y yerma que había en el centro, allí vivía el Árbol Negro. Pero cuando llegaron a él se encontraron con que el tronco del árbol se había quebrado por la mitad y alrededor de él una niña con un vestido blanco inmaculado, fantasmal, daba vueltas en círculo, saltando y canturreando.

Al jardín de la alegría
Quiere mi madre que vaya
Por ver si me sale un novio
El más bonito de España.
Vamos los dos, los dos, los dos,
Vamos los dos, en compañía,
Vamos los dos, los dos, los dos,
Al jardín de la alegría.

Los niños se soltaron de las manos y se quedaron mirándola. Hasta que la niña se percató de ellos.
Oh, habéis venido. Soy Ana María, el alma del Árbol Negro dijo señalando el tronco quebrado.

(El domingo por la noche... el final)

*foto de aquí

Odio que me traigas el desayuno a la cama


Ya sabes lo que odio que lleves el desayuno a la cama, que estando aún dormido empujes la puerta o le des una caricia sensual de tu cadera, lenta, y digas eso de: "Cariño, te traigo el desayuno", y entres en el dormitorio con una bandeja llena y me la pongas sobre las sábanas.

Odio una bandeja así en mi cama. Es como un retroceso en la actividad cerebral, una pérdida de tiempo, una soberana estupidez que me somete a una invalidez forzosa y suprema, que me obliga a esbozar una sonrisa agradecida, a moverme lento, como una caricia innecesaria; una estupidez que me obliga a ir con sumo cuidado para que las putas migas no campen a sus anchas por mi regazo y mi almohada.

Odio que traigas el desayuno a la cama, me aprisiona, me vuelve lelo, viejo, torpe, me convierte en un engendro de laboratorio, en una bacteria amorfa y coja, en una ameba acorralada.

Déjalo. Olvida el desayuno.

A mí lo que me gusta es que sigas durmiendo, levantarme temprano, prepararlo todo, dejarlo sobre la mesa de la cocina y entrar en el dormitorio en silencio, volviéndome oscuridad de la mañana, de persianas bajadas. Entraría como lo haría una pantera negra o un león rompiendo la cortina de niebla de una sabana. Subirme así, a cuatro patas de león, a la cama donde duermes, y arrancarte el pantalón del pijama, las bragas... y empezar a lamerte lento las ingles dormidas. Notarlas cálidas, desear más y abrirme paso entre ellas, a golpe de lengua y embestidas de mi boca y de mi cara.

A mí lo que me gusta es hacerte y que me hagas. Y olvidarme del puto desayuno, que se enfríen sobre la mesa los cafés y se congelen las tostadas, mientras mi boca y tu sexo se follan y se alternan en el primer puesto del podio de todas las batallas que libramos.

*foto de aquí.

Tiempo de Cerezas



¿Cómo estás?


Instaló la aplicación de mensajería en su móvil y nada más abrirla fue actualizándose con todos sus contactos, tanto los antiguos como los nuevos. Fue recorriendo el listado de nombres hasta que se paró en el de ella, en la foto de perfil se la veía muy feliz y junto a su nombre aparecía una línea que indicaba "últ. vez: hace 9 minutos". Bloqueó el móvil y estuvo pensando qué hacer durante más de media hora. Al cabo de ese tiempo volvió a entrar en la aplicación, buscó de nuevo su nombre y abrió una sesión de chat. Comenzó a escribir:

"Hola. Qué tal. Ha pasado mucho tiempo. Tres años creo. No? Espero que todo te vaya bien. Se te ve muy feliz en esa foto. En fin. Han pasado cosas. Es difícil de explicar. Estuve en el extranjero. Sabes? Pero aquello no salió. Y bueno. Ando por aquí haciendo cosas. Siento no poner comas. No encuentro la coma en este dichoso teclado. Y me jode. El móvil es nuevo. Bueno. Si alguna vez lees esto espero que me digas algo. No sé. Al menos contéstame. Cómo estás?"

Luego dudó un instante y pulsó "Enviar". El estado de la conexión de ella pasó de "últ. vez: hace 58 minutos" a "Conectado" y luego "Escribiendo". En unos segundos apareció en la pantalla:
"Enamorada de ti"

*foto de aquí.

El Especial de la Casa


(este relato lleva más de tres años en un cajón. Allá va)

Ella entró en el café y dejó tras de sí el tintineo del carillón que colgaba tras la puerta. Comenzó a buscarle con la mirada. Fue fácil encontrarle, no había nadie más en las mesas. Caminó presurosa hasta él. Sonrieron.

-Siéntate - dijo él ofreciéndole la silla que quedaba al otro lado de la mesa.

Antes de hacerlo ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Luego se desprendió del gorro, de los guantes, de su abrigo, y tomó asiento de forma atropellada.

-Hola. Ha pasado tanto tiempo... ¿Por qué ahora?
-Aquí es donde solía venir a escribir ¿sabes? - dijo él-. Me sentaba en esta mesa, me pedía un café tras otro y escribía sin parar. Eran buenos tiempos. Estoy tomando un capuccino, te pediré el especial de la casa, ya verás, Lou hace un un café que no vas a olvidar en lo que te queda de vida.

Levantó una mano y yo, que esperaba tras la barra, comencé a preparar el especial. Él siguió hablando:

-Quiero agradecerte que te hayas tomado la molestia de hacer el viaje. Estoy... - hizo una pausa antes de continuar, buscaba las palabras idóneas - recomponiendo las piezas perdidas de mis recuerdos.
-Siempre fuiste un romántico.
-También sé simular, como tú.
-¿Yo?

Hubo otra pausa, él tomó un sorbo de su taza y yo me acerqué con el especial. Lo serví y volví a mi sitio.

-Sé lo que pasó. Sé que fuiste tú.
-No te entiendo - dijo ella sonriendo, pero la curva de sus labios ya se había vuelto sombría.
-Sí lo entiendes. Sé que todo aquello de llegar hasta el final fue idea tuya, sé que los lanzaste contra mí. Pero ya me ves, sigo aquí. Tu papel de secundaria en la sombra, de zorra jodevidas, no funcionó. Es decir: te vencí. Y jugaste muy bien diciéndoles que ibas a estar en primera línea de combate, justo para desaparecer cuando comenzó la guerra.

Tomó otro sorbo de la taza, miró por la ventana y continuó hablando. Ella lo miraba como si estuviera situada al otro lado de un grueso cristal.

-Para mí fuiste tan importante como difícil de olvidar, y olvidé los bonitos detalles de nuestra historia en dos días, pero nunca olvido quién me la juega, Sarah - y soltó su nombre deslizándolo con cuidado por la mesa, como cuando una mano acaricia la superficie de una manta de raso.

Por un segundo pareció que iba a hablar, pero permaneció callada. Por un instante me dio pena verla así, pero conociendo la historia que había detrás... no debía caber en mí lugar a la compasión.

-No te molestes en decir algo - dijo él mientras se levantaba y se enfundaba el abrigo para salir-. Tómate el especial y lárgate. Ya verás, es lo que te dije. Lou hace un café que está para morirse.

Y era cierto, también soy muy bueno deshaciéndome de los cadáveres.

*foto de aquí

Piedra y la Chica de Ojos Azules (III)

(Si quieres leer el comienzo de este cuento para niños y mayores... lee el capítulo 1 aquí, y el capítulo 2 aquí)

Pasaron los días, las semanas y los meses, y la chica no regresó. Pasaron los años, los lustros y las décadas... y la chica no volvió al Bosque de los Nueve Sauces Péndulo. El bosque cambió pero Piedra continuó allí, bajo la nieve, bajo el calor, el viento y la lluvia de los años venideros. Incluso quieta y resquebrajada seguía sonriendo. Y a su alrededor creció un pequeño bosque de lilas bajas que la miraban.

Sólo una tarde de verano soleada, cuando las hojas de los sauces más viejos aún seguían contando Historias, una anciana vestida de blanco entró en la llanura alfombrada de hierba y de lilas, y sus recuerdos se precipitaron en tropel, como cuando una cascada de agua irrumpe con fuerza por primera vez en un arroyo en calma, o en un lago. Caminó hasta la sombra del Sauce Péndulo más viejo y junto a él vio a Piedra.

Sonrió.

-Lo siento, amiga. Tuve que... iniciar un largo viaje. Pero no te olvidé en ningún momento. He regresado.

Piedra sonrió, y ese gesto hizo que se agrietase un poco más. Y, desde entonces, para la chica, las sonrisas de las rocas nunca pasarían desapercibidas, ni una sola vez más.

-Acabaré mis días aquí, contigo - decía mientras se tumbaba con lentitud en la hierba y oteaba las puntas de las rocas altas-. Es bueno que este refugio apenas haya cambiado. Afuera es todo muy distinto ¿sabes?
Y luego recordó las veces que había hecho lo mismo de pequeña. Y, aunque no soplaba ni una pizca de viento, las hojas lanceoladas del sauce se inclinaron hasta acariciar su cara, y reconocieron a su niña. 

Y comenzaron a volcar de nuevo en sus oídos las Historias que se habían guardado en las últimas décadas.

*foto de aquí.

Piedra y la Chica de Ojos Azules (II)


(Si quieres leer el comienzo de este cuento... pulsa aquí primero.)

Y era cierto, en toda la llanura tan sólo había una roca.
Ésa.
La roca le devolvió un silencio.

-Te has separado de tus hermanas ¿eh? ¿Tú también has venido a escuchar Historias? - acabó preguntando mientras se volvía a tumbar bocarriba en la alfombra de hierba-. Te llamaré Piedra. Ahora... escucha Piedra.

Y allí permanecieron juntas, escuchando el rumiar de las hojas, hasta que pasaron al menos un par de horas. Luego la chica se despidió de Piedra y de los Sauces Péndulo hasta la tarde siguiente.

Así transcurrieron semanas, meses... y cayeron las estaciones, unas tras otras, como las hojas lentas de un calendario de pared, como la leña crepita y se descompone en el fuego de una chimenea, y la chica de ojos azules volvía algunas tardes al bosque a escuchar Historias. A veces la llanura se cubría de un manto de nieve, o de niebla, o de agua de lluvia, y en aquellos días sus ojos se volvían de un gris tan claro e invernal que a veces parecían blancos.

-¿Te gustan las historias, Piedra? - preguntaba mientras seguía mirando hacia las ramas colgantes de los sauces.

Bocarriba, tumbada en la hierba, extendía un brazo y tocaba con la yema de sus dedos las hojas lanceoladas, aunque en ocasiones ni siquiera eso era necesario, sólo tenía que esperar a que el viento sacudiera las ramas y las hojas se balancearan hasta rozar su rostro.

-Me gusta que me hagan cosquillas, Piedra ¿Y a ti? Te hace sonreír. Tú... pase lo que pase, nunca... Nunca pierdas tu sonrisa ¿eh? - decía dubitativa, volviéndose hacia la roca muda.

Y ella nunca lo supo, porque no podía verlo, pero Piedra sonreía. Sonreía aquella última tarde, y había sonreído todas las pasadas en que había visto llegar a la chica.

(el domingo 19... el final)

*foto de aquí.

Piedra y la Chica de Ojos Azules (I)


En una aldea de casas blancas rodeada por montañas vivía una chica de ojos claros, piel nívea y sonrisa tímida. En los días soleados sus ojos eran azules, en los nublados... grises. En las tardes de primavera la chica salía de su casa y bajaba la cuesta del sendero que conducía al Bosque de los Nueve Sauces Péndulo. El bosque se hallaba en mitad de una llanura fresca, limpia y verde, salpicada de lilas, y flanqueado por rocas puntiagudas y altas.

Siempre, cada tarde, al entrar en la llanura, la niña saludaba a los sauces, uno a uno, y se sentaba a disfrutar del frescor de la sombra que daban sus ramas. Allí todo era silencio. Sólo de vez en cuando una suave brisa bajaba de la montaña y peinaba la hierba, tal y como las madres peinan los cabellos de sus hijas, como hilos de seda. Una tarde... un extraño presentimiento hizo que la chica se diese la vuelta.

No estaba sola.
Y era cierto.

Sobre la hierba, a unos metros del último sauce, había una roca.

Era una roca de un tamaño mediano, como un taburete de madera o una cesta de palma para la compra. Era una roca de un color gris claro, pero lo suficientemente pesada como para que la chica no pudiera moverla. Se puso de pie, abandonó la sombra del sauce y se dirigió a ella. Una vez estuvo a su lado preguntó:

-¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Te has caído? - y oteó hacia las rocas altas-. Nunca te había visto antes.

(En tres días, la segunda parte)

foto de aquí.