―Me gustan los tres segundos antes de que un beso nazca, que acerques tus labios a un centímetro de los míos, tanto que me pueda comer tu aliento, pero que al final no haya beso, no todavía, que sea... como saborearlo sin que exista, que sea...
―Una pequeña tortura ― dijo ella.
―Sí, justo eso. Me gusta enredar los dedos en tus cabellos, pasar mis yemas por tu espalda tumbada, de lado, mientras todo está en penumbra y en silencio. Hundir mi nariz en tu nuca y aspirar todo lo que llevas dentro. Pasarte un brazo por encima y dejar caer mi mano por tus caderas.
―Quiero eso.
―Encontrar un doblez entre tu pelvis y el comienzo de tu muslo, y recrearme en él, matártelo a caricias; bajar con mi boca por tu cuello hasta el precipicio de tu hombro y acabar besándolo, suave, como se toca la seda, o como se siente tu respiración cuando duermes. Mi mano buscará entonces el interior de tu muslo y abrirá el hueco que necesito para meterme bajo tus sábanas, y...
―Para.
―Y no sabremos donde empieza una piel y acaba un deseo.
―Para.
Entonces todo quedó de nuevo en silencio y el reloj pasó de las 1:59 a las 3:00. Perdieron una hora justa.
―Quítate la ropa ― dijo él. Tenía hambre por recuperarla.