Nada más cruzar la puerta ella soltó las llaves sobre una mesa llena de recuerdos en fotos.
Silencio.- Estás en tu casa - dijo -. Puedes poner tus cosas donde quieras.
Y no le hice caso sino que me quedé rozando con la punta de mis dedos las sonrisas y los besos plasmados entre marcos de una vida pasada, tan presente y joven como sus ganas de caminar y salir de una niebla espesa y plomiza. Ella pensó que le quitaría una parte de sí para convertirla en historia escrita pero me resulta imposible escribir los silencios, las miradas, las risas, los llantos... las luces desparramadas. Así que me lo guardé todo dentro.
Sonreímos casi como dos personas que se conocen de hace años.
Sonrisas.Solté mis cosas en el suelo del dormitorio y vi todo lleno de Scriptoria. Lugares donde colgar las palabras y los besos doblados que nos aguardaban... por las paredes, por las cortinas enredadas, por las luces encendidas de la casa. Yo elegí el borde rojo de una cama. Y allí se me cayeron unas cuantas palabras encadenadas.
- Ven. Voy a enseñarte mi casa.
Y la seguí mientras recordaba las dos caladas rápidas que le había dado a un cigarrillo, hacía rato, y el humo que ascendía entre sus ojos y los míos, entornados. Como despejando las primeras dudas, más que enturbiarlas.
Recuerdos.- Este es el salón... ahí están mis libros - dijo sonriendo y albergándolos todos, con un suave movimiento de mano.
Y yo puse mis ansias en unas copas pintadas a mano, que me miraban tras un cristal, como una vida empaquetada llena de esperanzas encerradas. E imaginé sus
fragmentos quebrados, iridiscentes, en el momento en que una de ellas se suicidó contra el suelo. Rotos en un puzzle de bordes punzantes, cuyas piezas desordenadas se acababan de pintar con lágrimas pretéritas, tan suyas como los recuerdos en fotos que me dieron la bienvenida en la entrada de la casa.
- Este es el baño... ¿ves? Es lo que te dije, es muy pequeño, y está viejo.
Nervios.- Ya te lo he dicho muchas veces. Me gusta todo lo que escribes.
- Y a mí también. Ya lo sabes.
Mentiras. Ya no nos gustaba solo lo que escribíamos.
Miradas.- Esta es la cocina. Lo que quieras... lo coges, del frigorífico... Bueno, pues eso, que estás en tu casa.
Y comenzó a abrir las puertas de los muebles.
- Aquí está el té, el azúcar, tengo galletas... café.
Pero yo ya no podía ver más allá de un palmo de distancia, y ella no me miraba.
- Lo que no tengo es
miel.
- Sí, sí que tienes - y posé mi dedo en
su labio inferior.
Y entonces el reloj se paró.
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