Todos los años, cuando se acerca el invierno, me acuerdo de ti y de aquella noche que pasamos en la sierra; de tu mirada azul, acerada, luchando contra el fuego de la chimenea de aquella casa.
―Aunque el salón sea zona común pueden usarlo como si fuera sólo de ustedes, mi mujer y yo vivimos en la casa de al lado, y no tenemos más huéspedes― nos dijo el dueño de la casa.
Y eso hicimos, y allí estábamos, en el salón, con la chimenea encendida al comienzo de la madrugada. Al principio abrigados, pero una vez el fuego reavivó el calor que ya habíamos sofocado en nuestro dormitorio tú comenzaste a despojarte de tu ropa y a serpentear en el sofá, sonriendo, y tu boca abierta era como las llamas hambrientas y furiosas que amenazan con romper el borde de un volcán, pero tus ojos seguían siendo hielo. Entonces acercaste tus labios a mi oído y soltaste aquello.
Y no tardé en obedecerte. Una vez te pusiste bocabajo separé tus nalgas y comencé a penetrarte. Tu interior era duro y caliente, como las ascuas de un pequeño y condensado infierno, y el reflejo de tu mirada me la devolvía el cristal oscuro de una ventana, y a pesar del calor del momento... tu mirada seguía siendo azul, seguía pareciéndome escarcha.
No me sorprendí cuando al cabo de un minuto tu boca buscó mi dedo pulgar, tampoco cuando soltaste en un susurro que siguiera hasta el final, que acabase dentro mientras mirabas cómo el dueño de la casa se masturbaba viéndonos desde el otro lado frío de la ventana.
Así lo hice, como todo lo que elegías. Como salir desnuda al amanecer a pasear por la nieve, mientras yo, tumbado en el sofá, contemplaba la ceniza humeante de la noche pasada.
Todos los años, cuando se acerca el invierno, me acuerdo de ti, y del fuego y del hielo que erupcionaba tu cuerpo cuando me pedías que te follara.
*foto de aquí