Llevas una semana preparando esta noche. Comenzaste probándote el vestido negro que llevabas en tu primera cita. Entonces era perfecto, ahora también lo es. Apenas has cambiado. Un par de zapatos nuevos y un poco de maquillaje harán el resto. El pelo suelto, como a él le gusta.
La mesa, sencilla: dos velas, unas flores, el mantel blanco que guardas desde vuestro primer aniversario y la misma sonrisa que le regalas todas las noches. No te hace falta ensayarla, siempre ha sido así. Está todo listo. La comida en el horno y tú esperando a la mesa. Oyes las llaves, la puerta se abre y él entra. A dos metros de ti se para y te dice que está muy cansado, que ha sido uno de sus peores días. Se va a acostar. Por un momento intentas atraer su atención pero... sabes que no merecerá la pena. Oyes la puerta del baño primero, minutos más tarde la de tu dormitorio.
Y ahí estás, acordándote de cómo érais hace años. El silencio te come, el recuerdo te acecha, el deseo te puede, así que llevas la mano a tu pierna y te subes el vestido, apartas tus bragas y comienzas a masturbarte. Lo haces ahí, sentada a la mesa donde tantas veces le has puesto el desayuno a tus hijos, esta noche duermen con tu madre. Los pliegues de tu sexo son como pequeñas hojas de un libro cuyo contenido conoces a la perfección. Tus dedos te leen ansiosos y no tardan en empaparse, tus ojos se cierran y un minuto más tarde el aire que exhalas al correrte seca tu boca de golpe.
Ya no te quedan lágrimas.
*foto de aquí